El Tiempo Que Tenemos (We Live in Time) | Análisis

(7/10) RECOMENDADA

El Tiempo Que Tenemos es un drama romántico dirigido por John Crowley y escrito por Nick Payne que explora el vínculo entre el amor, la mortalidad y las decisiones personales en el marco de una relación marcada por la enfermedad y el paso del tiempo. Protagonizada por Andrew Garfield y Florence Pugh, esta película parece partir de una premisa atractiva y emotiva, con dos estrellas que dominan la pantalla, pero que al final se siente un tanto fragmentada en su ejecución. Aunque logra abordar temas profundos y contemporáneos, no consigue aprovechar al máximo la química entre los actores ni capturar con autenticidad el peso emocional que intenta transmitir.

Desde el inicio, El Tiempo Que Tenemos se presenta como una exploración de los vínculos amorosos y de la fugacidad de la vida, en la que Almut (Pugh) y Tobias (Garfield) son una pareja atrapada en una narrativa fragmentada, con escenas que saltan en el tiempo y momentos aislados de su relación. Este enfoque temporal, que podría haberse percibido como un intento innovador de contar su historia de amor, en realidad termina afectando el desarrollo de los personajes. La estructura no lineal hace que, en vez de sentir la evolución y el peso acumulativo de los años y experiencias, los espectadores se vean arrojados de un momento a otro sin un propósito claro, debilitando así la empatía y el compromiso emocional que el filme parece buscar.

Pugh ofrece una actuación convincente como Almut, una chef ambiciosa que, al recibir un diagnóstico de cáncer de ovario, se enfrenta a una disyuntiva entre su pasión profesional y su vida personal. Este conflicto debería agregar profundidad a su personaje y al drama que vive la pareja, pero la narrativa evita explorar los matices de estas elecciones. En lugar de mostrarnos la desesperación o la urgencia con la que Almut se aferra a sus sueños, el guion la lleva a tomar decisiones sin que sus motivaciones queden claras. Esto hace que su historia, aunque conmovedora en su concepto, se sienta incompleta, y que los momentos de crisis se perciban más como clichés del género que como situaciones auténticas.

La relación entre Tobias y Almut se retrata con cierto distanciamiento emocional que no hace justicia a los talentos de sus protagonistas. Garfield, a pesar de su capacidad para expresar vulnerabilidad, a menudo parece desconectado de la realidad emocional de su personaje. La película nos muestra a Tobias en varios momentos de introspección, observando su entorno con una mirada perdida, pero su dolor nunca parece traspasar la pantalla. Esto podría interpretarse como una decisión estilística para mostrar la alienación o el aislamiento emocional de alguien que enfrenta la inminente pérdida de su pareja, pero, en cambio, termina convirtiéndose en una limitación narrativa que afecta la autenticidad de la conexión entre ambos.

Uno de los aspectos más desconcertantes de la película es la elección de intercalar escenas de tensión cómica, como un parto en una gasolinera, en una historia que busca ser profundamente trágica. Aunque puede entenderse el deseo de aliviar la carga emocional, estos momentos resultan desentonados y le restan coherencia al tono general de la película. La comedia y el drama pueden convivir armoniosamente, pero en El Tiempo Que Tenemos, la transición entre estos géneros se siente forzada y socava la seriedad de la trama. El intento de añadir momentos ligeros parece ir en contra de la intensidad emocional que los personajes y la historia merecen.

A nivel visual, Crowley dota a la película de una estética sobria y cuidada, con escenarios y composiciones que evocan una especie de melancolía elegante. Sin embargo, este enfoque estético, que podría haberse sumado a la emotividad de la historia, en realidad refuerza el carácter antiséptico y distante de la película. La dirección parece preferir lo pulcro sobre lo apasionado, lo que reduce la intensidad de los momentos que deberían ser emocionalmente devastadores. Bryce Dessner, encargado de la banda sonora, aporta un acompañamiento musical con acordes menores y melodías delicadas, que complementan el tono de la película, aunque a menudo refuerza la idea de que estamos ante una historia hermosamente envuelta pero vacía de verdadera pasión.

La historia de amor de Almut y Tobias intenta sumergirse en los retos de una relación que debe sobrevivir bajo la sombra de una enfermedad terminal, pero la ejecución se siente superficial. Payne, el guionista, introduce el conflicto a través de una estructura de escenas inconexas, que buscan evocar un sentido de pérdida inminente. Sin embargo, esta estructura termina distanciando al espectador y limita la capacidad de sentir la progresión de la relación. En lugar de construir un crescendo emocional, la película se percibe como una serie de viñetas aisladas que no logran unificar el mensaje sobre el amor y la mortalidad.

La competencia gastronómica de Almut, el Bocuse d’Or, es una de las subtramas que, si bien pretende simbolizar su lucha por dejar un legado, no se integra de manera orgánica en la narrativa. La presión de este concurso debería haber sido una extensión del conflicto de Almut, resaltando su deseo de trascender más allá de su enfermedad, pero, en cambio, se convierte en un elemento secundario sin resonancia emocional en el desenlace. Además, el hecho de que Almut mantenga en secreto su participación en el evento resulta un tanto artificioso, ya que no se justifican sus razones para no compartirlo con Tobias, lo que resta credibilidad al conflicto de pareja.

En cuanto a los personajes secundarios, estos son apenas explorados. Los compañeros de trabajo de Almut, interpretados por un elenco competente, ofrecen una visión del mundo culinario que rodea a la protagonista, pero sus historias no tienen mayor impacto en la trama. Tobias, por su parte, no tiene amigos ni una vida propia que aporte profundidad a su personaje, limitándolo a un espectador pasivo del deterioro de Almut. Esto refuerza la idea de que Tobias no existe fuera de su relación con Almut, lo cual podría haber sido una oportunidad para añadir capas a su personaje, pero termina siendo una limitación en su desarrollo.

Al final, El Tiempo Que Tenemos parece evitar deliberadamente los momentos que podrían haber permitido a los personajes conectar a un nivel más profundo y genuino. La película se queda en lo seguro, rehusándose a explorar la crudeza y la complejidad de la experiencia de perder a un ser querido. En lugar de confrontar el dolor y la desesperanza de manera directa, Crowley y Payne optan por una estética pulcra y una narrativa contenida que no logran capturar la esencia de una tragedia romántica. Las lágrimas que intentan arrancar al espectador se sienten calculadas, y la intensidad que debería estar presente en cada momento de la historia se ve disminuida por la falta de autenticidad.

El Tiempo Que Tenemos es, en última instancia, una película hermosa en su apariencia, pero carente de la pasión y el caos emocional que su temática exige. Florence Pugh y Andrew Garfield logran algunos momentos memorables gracias a su talento individual, pero la falta de cohesión en la narrativa y la contención de la dirección impiden que la historia llegue a ser tan conmovedora como pretende. Al terminar, uno se queda con la sensación de que, en su afán por presentar un relato de amor y pérdida, la película pierde la oportunidad de ser algo realmente significativo, quedándose en una experiencia visual y emocionalmente diluida.

CONCLUSIÓN

El Tiempo Que Tenemos llega a los cines peruanos este jueves 31 de octubre. Puedes ver el tráiler a continuación.